martes, 9 de septiembre de 2014

La Predestinación

Definimos la predestinación como la doctrina teológica, asociada primeramente con el calvinismo, que afirma que Dios ha preordenado todas las cosas desde la eternidad, incluyendo la salvación o reprobación final del hombre.

La doctrina de la predestinación está contenida en los credos de muchas iglesias evangélicas, y ha tenido una marcada influencia tanto en la iglesia como en el estado. Probablemente su expresión más completa se encuentre en la Confesión de Fe de Westminster, que es la norma autoritativa de la mayoría de las iglesias presbiterianas y reformadas a través del mundo. La iglesia estatal en Inglaterra y la Iglesia Episcopal en EE.UU. tienen un credo levemente calvinista en los Treinta y Nueve Artículos. Y en tanto que los bautistas así como las iglesias congregacionales generalmente no tienen credos oficiales, la doctrina aparece en los escritos de muchos de los teólogos representativos de estas iglesias.

Durante los primeros tres siglos de la iglesia cristiana, los escritores patrísticos dejaron esta doctrina casi sin desarrollo. Recibió su primera y positiva exposición de las manos de Agustín, quien hizo de la gracia divina la única base de la salvación del hombre. En la Edad Media, Anselmo, Pedro Lombardo y Tomás de Aquino siguieron la posición de Agustín hasta cierto punto, identificando la predestinación más o menos con el control amplio de Dios sobre todas las cosas. En el período anterior a la Reforma, Wycliffe y Huss expusieron la predestinación en forma estricta.

En el tiempo de la Reforma Protestante, esta doctrina fue mantenida con énfasis por Lutero, Calvino, Zuinglio, Melanchton, Knox y todos los líderes sobresalientes de ese período. Melanchton modificó más tarde sus conceptos y, bajo su liderazgo, la Iglesia Luterana llegó a oponerse a esta doctrina. La obras principales de Lutero, El siervo arbitrio y su Comentario a los romanos, muestran que él se compenetró tanto como Calvino de esta doctrina. Fue, sin embargo, Calvino quien la definió con tal claridad y énfasis que siempre ha sido llamada «Calvinismo», y ha llegado a ser una parte indispensable del sistema de la teología reformada. Los puritanos de Inglaterra y aquellos que se establecieron en Norteamérica, así como los Covenanters (Seguidores del Pacto) en Escocia y los hugonotes en Francia, fueron totalmente calvinistas. En tiempos más recientes, la doctrina ha sido formulada por Whitefield, Hodge. Dabney, Cunningham, Smith, Shedd, Strong, Kuyper y Warfield.

La Confesión de Fe de Westminster formula así la doctrina: «Dios desde la eternidad ordenó libre e inalterablemente todo lo que sucede. Sin embargo, lo hizo de tal manera, que Dios no es ni el autor del pecado; ni hace ninguna violencia al libre albedrío de sus criaturas inteligentes, ni quita la libertad ni contingencia de los medios o causas secundarias, sino más bien las establece».

La doctrina de la predestinación representa así, el propósito de Dios como absoluto e incondicional, independiente de toda la creación finita, y como originado únicamente en el eterno consejo de su voluntad. Él señala el curso de la naturaleza y dirige el curso de la historia hasta en los detalles mínimos. Sus decretos son eternos, inmutables, santos, sabios y soberanos. Se los representa como siendo la base del conocimiento anticipado divino de todos los acontecimientos futuros y no condicionado por ese conocimiento o por cualquier otra cosa originada por los acontecimientos mismos.

Las objeciones contra la doctrina de la predestinación van de la mano con las que atacan el conocimiento de Dios, porque lo que Dios conoce anticipadamente debe ser tan fijo y cierto como lo que ha sido predestinado. Cuando nosotros decimos que sabemos lo que haremos, es evidente que ya lo hemos determinado, y que nuestro conocimiento anticipado no precede a la determinación, sino que sigue a ésta y está basado en ella. Dios conoce anticipadamente el futuro porque él ha determinado el futuro.

Algunas referencias de la Escritura que apoyan la doctrina son: «… en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad» (Ef. 1:5); «… En él asimismo tuvimos herencia, habiendo sido predestinados conforme al propósito del que hace todas las cosas según el designio de su voluntad» (Ef. 1:11); «… Porque verdaderamente se unieron en esta ciudad contra tu santo Hijo Jesús, a quien ungiste, Herodes y Poncio Pilato, con los gentiles y el pueblo de Israel, para hacer cuanto tu mano y tu consejo habían antes determinado que sucediera» (Hch. 4:27, 28); «… a éste, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole» (Hch. 2:23). Véase también Hch. 13:48; Ro. 8:29, 30; 9:11, 12, 23; 1 Co. 2:7; Ef. 2:10; Sal. 139:16; etc.

Incluso las acciones pecaminosas de los hombres están incluidas en el plan divino. Ellas son vistas anticipadamente, permitidas, y tienen sus lugares exactos. Ellas son controladas y gobernadas para la gloria divina. La crucifixión de Cristo, reconocidamente el peor crimen en toda la historia humana, tuvo, como lo hemos afirmado, su lugar exacto y necesario en el plan (Hch. 2:23; 4:28).

La doctrina de la elección (véase), relacionada con la elección particular de personas, debe mirarse como una aplicación particular de la doctrina general de la predestinación, ya que se relaciona con la salvación de los pecadores. Y puesto que las Escrituras tienen que ver ante todo con la redención de los pecadores, esta parte de la doctrina es puesta en un lugar de especial prominencia; la palabra elección se encuentra alrededor de cuarenta y ocho veces en el NT solamente. Proclama un decreto divino y eternal que antecede cualquier diferencia o méritos en los hombres mismos, separando a los hombres en dos porciones, una que es escogida para vida eterna en tanto que la otra es abandonada a la muerte eterna. En lo que a los seres humanos se refiere, este decreto apunta al consejo de Dios respecto a quienes tuvieron una oportunidad supremamente favorable en Adán para ganar la salvación, pero que la perdieron en esa ocasión. Como un resultado de la caída, son culpables y corruptos; sus motivos son malos, y no pueden lograr su salvación. Ellos han perdido todo derecho a la misericordia de Dios y con justicia se los podría haber dejado sufrir el castigo de su desobediencia, así como lo fueron todos los ángeles caídos. En lugar de eso, a una parte de la raza humana, a los elegidos, se los rescata de su estado de culpa y de pecado y son puestos en un estado de bienaventuranza y santidad. Los no elegidos son simplemente dejados en su estado previo de ruina. Ellos no sufren un castigo inmerecido, ya que Dios no los está tratando meramente como a hombres, sino como a pecadores.

En el asunto de la salvación, las buenas obras siguen, pero no constituyen una causa meritoria de la salvación. Cristo mismo dijo: «no me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto» (Jn. 15:16). Y Pablo afirma: «Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas» (Ef. 2:10). Las buenas obras son, por lo tanto, los frutos y pruebas de la salvación.

Entre los calvinistas ha habido una diferencia de opiniones en cuanto al orden de los eventos en el plan divino. La pregunta es, ¿consideraba el decreto de Dios a los seres humanos como criaturas ya caídas o los consideraba sólo seres humanos a quienes Dios crearía, siendo todos seres iguales?

Los infralapsarios afirman que aquellos escogidos para la salvación fueron contemplados como miembros de una raza caída. El orden de los eventos es entonces así: Dios se propuso (1) crear; (2) permitir la caída; (3) elegir a algunos de entre la masa caída para salvación, y dejar a los demás en dicho estado; (4) proveer un redentor para los elegidos; y (5) enviar el Espíritu Santo para aplicar esta redención a los elegidos. Según este plan, la elección sigue a la caída.

De acuerdo con los supralapsarios el orden de los eventos es: Dios se propuso (1) elegir algunos hombres (que debían ser creados) para vida y condenar a otros a la destrucción; (2) crear; (3) permitir la caída; (4) enviar a Cristo a redimir a los elegidos; y (5) enviar el Espíritu Santo para aplicar esta redención a los elegidos. Según este plan, la elección precede a la caída.

El orden infralapsario de los eventos parece ser el más escritural y lógico. En cuestiones que tienen que ver con la salvación o castigo, el pecado debe por lo menos ser el trasfondo del decreto que asigna a los seres humanos a destinos diferentes. Es cierto que la discriminación en sí no requiere por necesidad la presencia del pecado, pero una elección como la que aquí se hace (para salvación o perdición), debe tener como su base lógica la consideración de los seres humanos como pecadores. Dios es verdaderamente soberano, pero su soberanía no se ejercita en un modo arbitrario. Es antes una soberanía ejercida en armonía con sus otros atributos, en este caso, su justicia, santidad y sabiduría. No está en armonía con las ideas que la Escritura presenta acerca de Dios afirmar que personas inocentes, esto es, que seres humanos que no son tenidos como pecadores, son destinados a la miseria y muerte eternas.

Las Escrituras son prácticamente infralapsarias: dicen que los cristianos han sido «escogidos» del mundo (Jn. 15:19); y también se dice del alfarero que «del mismo barro» hace un vaso para honra y otro para deshonra (Ro. 9:21). El elegido y el no elegido son vistos como estando en el mismo estado de miseria. El sufrimiento y la muerte son representados como la paga del pecado. Ninguna confesión reformada enseña el punto de vista supralapsario. Cierto número enseña explícitamente la posición infralapsaria, la cual emerge así como la típica posición reformada.

Loraine Boettner

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