lunes, 12 de enero de 2015

El verdadero calvinista: una mente teocéntrica

El calvinismo tiene implicaciones para la persona entera, pero comenzamos con la mente, porque es allí donde la Escritura comienza: “No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento” (Rom. 12:2a).

Mientras el calvinismo es mucho más que una manera de pensar, no obstante comienza con una mente iluminada con la luz del evangelio.

Lo primordial en la mentalidad calvinista es la gloria de Dios. El teólogo del antiguo Seminario Princeton, B.B. Warfield, afirmó: “El movimiento evangélico se mantiene o cae con el calvinismo”; (es decir, el evangelio de gracia se mantiene o cae con las doctrinas de la gracia). Lo que Warfield mismo quería decir por “calvinismo” es “aquella visión de la majestad de Dios que domina toda la vida y toda la experiencia”. O, por citarlo más extensamente:

Es una profunda aprehensión de Dios en Su majestad, con la dolorosa conciencia que inevitablemente acompaña a esta aprehensión, acerca de la relación mantenida con Dios por la criatura como tal, y particularmente por la criatura pecadora. El calvinista es el hombre que ha visto a Dios, y quien, habiendo visto a Dios en Su gloria, está lleno, por una parte, de un sentido de su propia indignidad para permanecer ante Dios como criatura, y mucho más como pecador, y por otra parte, de un asombro reverentede que, a pesar de todo, este Dios es un Dios que recibe a los pecadores. Aquél que cree en Dios sin reservas y que está decidido dejar que Dios sea Dios para él en todo su pensamiento, sentimiento y voluntad –todo el alcance de las actividades de su vida, intelectuales, morales y espirituales– a través de todas sus relaciones individuales, sociales y religiosas, es, por la fuerza de la más estricta de todas las lógicas que presiden sobre el ámbito de los principios relacionados con el pensamiento y la vida, por la misma necesidad del caso, un calvinista”.

Si el verdadero calvinista es un pecador que ha recibido la gracia de Dios y busca vivir para la gloria de Dios, entonces el profeta Isaías es un perfecto ejemplo del mismo. En Las Implicaciones Prácticas del Calvinismo, Al Martin afirma que Isaías es el relato histórico de cómo Dios “hace a un calvinista”. Para algunos, esta puede parecer una asociación sorprendente. Pero si la esencia del calvinismo es una pasión por la gloria de Dios, entonces difícilmente se puede presentar un mejor ejemplo que el del profeta Isaías:

“En el año que murió el rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo. Por encima de él había serafines; cada uno tenía seis alas; con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían sus pies, y con dos volaban. Y el uno al otro daba voces, diciendo: Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria.

Y los quiciales de las puertas se estremecieron con la voz del que clamaba, y la casa se llenó de humo.

Entonces dije: ¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos.

Y voló hacia mí uno de los serafines, teniendo en su mano un carbón encendido, tomado del altar con unas tenazas; y tocando con él sobre mi boca, dijo: He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado.

Después oí la voz del Señor, que decía: ¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros? Entonces respondí yo: Heme aquí, envíame a mí. (Isaías 6:1–8)

La visión en la que Dios reveló su gloria, majestad, santidad y gracia, cambió toda la vida y el ministerio de Isaías. El profeta fue llevado a donde todo transmite un sentido de la trascendencia de Dios. El cielo es el lugar donde Dios se encuentra más sumamente exaltado. Allí su ropa llena el templo, y allí está rodeado por serafines, literalmente “los que están ardiendo”, quienes, a pesar de su propia gloria, modestamente evitan su mirada y también cubren sus pies como para protegerse ellos mismos de la mayor gloria de Dios. Estos ángeles ofrecen un crescendo de alabanza y adoración a Dios en la hermosura de su santidad. Sus voces truenan, estremeciendo los postes de las puertas del templo celestial. Para añadir al sentido de la trascendencia, todo el lugar se llena de humo, envolviendo la gloria con misterio.

Lo que seguramente es más importante es lo que Dios está haciendo. Dios está sentado en su trono real, reinando desde el lugar de la suprema autoridad real sobre cielos y tierra. Como una mayor demostración de su autoridad divina, el trono mismo es exaltado, es alto y elevado. Lo que Isaías vio, por consiguiente, es una visión de la soberanía de Dios. El Dios entronizado en el cielo es el Dios que gobierna. Desde Su trono Él dicta sus decretos reales, incluyendo Su soberano decreto de la elección, y también ejecuta su plan de salvación, trayendo pecadores a sí mismo por su gracia eficaz y perseverante. Con razón el trono se llama “el trono de gracia” (Heb. 4:16), puesto que toda la gracia definida por las doctrinas de la gracia fluye de este trono celestial.

La visión de Isaías no es simplemente un sueño del pasado: es una realidad presente. Hasta el día de hoy, el Señor de la gloria se sienta en el centro del cielo y recibe la alabanza de innumerables ángeles. El libro del Apocalipsis confirma esto, pues cuando el apóstol Juan visitó la habitación del trono de Dios, él vio lo mismo que Isaías cientos de años antes. Vio al Señor exaltado en su trono celestial, y oyó a las seis criaturas vivientes alrededor del trono diciendo: “Santo, santo, santo es el Señor Dios todopoderoso, el que era, el que es, y el que ha de venir” (Apo. 4:8). La única diferencia en la visión de Juan es que el Señor que reina se identifica explícitamente como el Cristo: “Vi que en medio del trono y de los cuatro seres vivientes, y en medio de los ancianos, estaba en pie un Cordero como inmolado” (Apo. 5:6; cf. Heb. 1:3). No solamente está Cristo en el centro del trono, sino que el trono mismo está en el centro del cielo, rodeado por hombres y ángeles que le ofrecen perpetua alabanza.

Dios “hace un calvinista,” trayendo a la persona a la habitación de su trono, para que se postre allí ante su suprema majestad. Como se decía acerca del puritano, “su Dios es su centro”. Dios es el centro, gobernando con poder soberano. El verdadero calvinista lo ha visto, y así mantiene a Dios en el centro de todo lo que hace. Dios está en el centro de su adoración, pues en la verdadera adoración la atención se aparta de las cosas terrenales y se fija reverentemente en Dios y su gloria. Dios también está en el centro del pensamiento del verdadero calvinista. Su objetivo es llevar “cautivo todo pensamiento a la obediencia de Cristo” (2 Cor. 10:5b), y para este fin su razonamiento comienza y termina con Dios. Su visión de la majestad soberana da forma a toda su visión, llenando su mente con pensamientos de Dios y su gloria, y de esta manera el Dios de gracia se convierte en el centro de toda su vida. Lo que el puritano americano John Winthrop experimentó después de su conversión es el testimonio de cada verdadero calvinista: “Me he familiarizado con el Señor Jesucristo… Cuando salí de viaje, él vino conmigo; cuando regresé, Él vino a casa conmigo. He hablado con Él por el camino, se tendía conmigo y normalmente me levantaba con Él: y tan dulce es su amor para mí, que no he deseado nada, en el cielo o en la tierra, sino a Él”.
Phillip Graham Ryken

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